Sacado del Anuario 2004

La trampa de la vida

Juan se secaba la cara con la manga de su camisa, la cual en un tiempo lejano pareciera haber sido roja. Sentía el calor, ese calor que tortura, quema, lesiona, mata. Dios mío, ¿por qué hace tanto calor? Lo peor era que este calor coincidía con la infinita cantidad de mosquitos que invadían las chacras y que no le dejaban en paz a nadie. No le permitían a ninguno que llevara una camisa de mangas cortas. Y este calor, que ya a media mañana quemaba, como si no tuviera suficientes oportunidades de hacerlo al medio día. De nuevo se pasó con la manga por su rostro y le dolían las picaduras de los mosquitos.

Él no quería quejarse, quería ser agradecido por tener su propio terreno después de tanta espera y de tantas injusticias. Seguía trabajando. El hacha estaba gastada por la cantidad de troncos que tenía que cortar todos los días. La tierra era tan dura que hubiera preferido golpear una calle asfaltada. Más su misión era trabajarla.

No soportaba más el calor y los mosquitos. El sudor le entraba en los ojos y le dificultaba ver. Los mosquitos le impedían respirar. Ya no soportaba más y se fue marchando hacia su rancho, que, por cierto, no era lindo ni lujoso, pero era suyo. Y eso era lo que en estos momentos importaba.

Mientras caminaba hacia su vivienda, pensaba en Angelina. Su esposa era una persona alegre. Se habían conocido hace cuatro años. Él era hijo de unos campesinos pobres; ella, hija única de un terrateniente de la zona. Se da por entendido que sus padres se habían opuesto a esta amistad. Angelina había rechazado la suma enorme de dinero que le había ofrecido su padre para que abandone a ese „bruto maleducado“ y que recobre la razón. Insistía en que lo amaba y sabiendo que sería desheredada, optó por él. Así ocurrió que se había escapado con Juan y se casaron a escondidas.

Angelina barría el patio cuando él llegaba.

- Hola Juan. ¿Cómo te fue en la chacra?

- Había tantos mosquitos que ya no aguantaba más. Por eso vine. – respondió él y no pudo disimular su desánimo.

- Voy a preparar el tereré. Vení, sentate. Vamos a tomar algo y después podrás trabajar con más ánimo.

Mientras ella se fue para traer el tereré, él se sentó debajo del lapacho en la única silla existente que parecía ser más bien un taburete porque ya no tenía respaldo. Le gustaba estar en casa con su mujer. Tenían tres años de casados y él seguía estando enamorado de ella. Cuando Angelina llegó con el tereré, él le cedió la silla y se sentó sobre el piso.

Después de haberla observado un rato le preguntó:

- ¿Y cómo te fue a vos? Te ves cansada.

- Sí, estoy bastante cansada y no me siento muy bien. Se me acabó el agua en el bidón y tuve que ir a buscar de los vecinos. Son apenas dos kilómetros, pero caminando con un balde de agua en cada mano uno se cansa.

- Me lo hubieras dicho. Yo te iba a traer el agua. No quiero que te esfuerces tanto. Ya sabés, la criatura.

- Sí, ya sé. Pero sólo por estar embarazada no puedo dejar de trabajar. Además, vos tenés suficiente trabajo en el campo. – Le pasó la guampa y miró hacia sus zapatos.

- Deberías comprarte zapatos nuevos. Estos ya tienen muchos agujeros y en la chacra puede que haya víboras.

- Cuando tenga suficiente plata voy a comprarme los zapatos.

***

Media hora más tarde Juan ya estaba de vuelta en el campo. Se sentía mejor y le parecía que ya no había tantos mosquitos. Quizás por el viento que soplaba ahora con mayor intensidad. Silbaba una polca mientras trabajaba. Esto siempre lo hacía cuando se sentía bien. Miró hacia sus zapatos. Angelina tiene razón. Ya están muy gastados y tienen muchos agujeros en los costados. Si puedo, a fin de mes me compraré otros.

El hacha caía sobre los troncos y poco a poco ganaba más terreno. El gobierno le dio este pedazo de diez hectáreas. Había sido un pastizal alguna vez. Pero des­pués de no usarlo durante tantos años se había vuelto duro y árido. Esto pasa por no cuidarlo. Me costará mucho esfuerzo para poder sacar por lo menos un pequeño provecho de esta tierra maltratada.

El contrato entre Juan y el gobierno consistía en que él tenía que limpiar este campo y si lograre que crezca algo se podía quedar con él. De ahí su motivación de terminar este trabajo lo antes posible.

Era por el mediodía cuando sintió un leve dolor en su pie izquierdo. Me habré pinchado con alguna espina. Dirigió su mirada hacia el pedazo de tierra ya destroncada y sus pensamientos viajaron al futuro. Se veía jugar con sus hijos en un lindo patio adornado con muchas flores y en cuyo centro yacía un estanque en cuyas aguas se deslizaban algunos patos silvestres y gansos domesticados. Pensar en tener una casa propia, un terreno propio, tener unos hijos sanos y mucho tiempo para compartir con ellos lo hacía sentirse muy feliz.

Decidió descansar unos minutos en la sombra de un palosanto antes de seguir destroncando. Dentro de una hora debería regresar al rancho para almorzar. Era un tiempo sagrado para Angelina, y él lo sabía. Por eso nunca llegaba tarde.

***

- Es raro que Juan no haya vuelto. Nunca antes llegó tarde a la hora de comer. Puede ser que se haya olvidado del tiempo. Demasiado ya quiere terminar su trabajo. Será mejor que vaya a buscarlo. El guiso ya se pone frío.

Angelina se puso sus botas de cuero y encaminó sus pasos hacia el sendero zigzagueado que la llevaría al campo, que quedaba a pocos minutos del rancho.

- ¡Juan! ¡Juaaaaan!

No hubo respuesta alguna y ella siguió buscando y llamándolo.

- Allá está. Sentado debajo de un árbol. Pobrecito, se quedó dormido. Insisto en que no trabaje tanto, que algún día se va a enfermar. Pero siempre me dice que cuando termine de limpiar este campo las cosas cambiarán. Ojalá sea así. Qué haría sin él. No podría vivir. Jamás hubo hombre que supo amar como él lo hace.

Ya se había acercado y lo llamó otra vez. Pero Juan no se despertaba. Mientras lo sacudía se dio cuenta de que le costaba respirar.

- ¡Juan, despertate! Es hora de comer. Volvé a casa. Te preparé un rico guiso.

Juan abrió lentamente los ojos.

- Estoy muy cansado y me duele mi pie.

Angelina le quitó el zapato de la derecha. No había nada. Pero no pudo sacarle el de la izquierda. El pie estaba muy hinchado. Cuando por fin logró quitárselo se percató de que en el tobillo había dos puntos rojos y comprendió que había ocurrido lo que menos deseaba en toda su vida. Comprendió que ya no habría ayuda para Juan, no había gente en los alrededores y ella sola no podía hacer nada. No podía ni siquiera llevarlo a que muera dignamente en su casa. Pero comprendió también que había perdido todo, absolutamente todo y que ni siquiera tenía en donde refugiarse. Esto la desesperaba y sentía como enloquecía.

Quedó con él hasta que expiró, luego se levantó y regresó al rancho.

Eugen Friesen, Paratodo

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